Bebés jugando con cuchillos. Vienen por la noche, amparados en la oscuridad, aprovechando que los adultos duermen. Entran en nuestros cuartos y se deslizan hasta los armarios. Allí descansan, la espalda apoyada contra la puerta, acariciando la hoja del arma con sus dedos sonrosados. Y sonríen. Nunca he podido comprobarlo, pues cuando enciendo la luz ellos ya se han marchado, temerosos de enfrentarse cara a cara con su víctima, pero lo sé. Usted también lo sabe, claro.
Para olvidarme de ellos, escribo sobre el dolor, sobre la soledad, sobre la muerte. Escribo sobre el miedo. Lo hago por los niños, por los niños que juegan con cuchillos. Esos niños me aterran. Pero la evidencia me dice que esos niños tendrán padres, padres despreocupados, padres felices, padres amables que leen lo que escribo.
Padres que, tras leer este libro, sentirán lo mismo que yo.
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